“Recuerdo aquella noche
oscura, donde la única luz que alumbraba el camino eran los reflejos en
sus ojos de la poca luna que había en el horizonte. Era un paraje increíble.
Una noche perfecta. Estaba todo nevado, nos costaba mucho andar sobre tanta
nieve pero los dos hacíamos el esfuerzo. Caían suaves y delicados copos que
hacían que su pelo fuera de lo más salvaje, y ella repetía una y otra vez su
particular gesto de recogerlo tras las orejas. Ese gesto que jamás olvidaré.
Una pareja de amigos nos invitó a pasar varias noches en un
pueblo de Galicia con motivo del encuentro matrimonial que iban a celebrar. El
pueblo se encontraba en el sur de la provincia, en unas inmensas cordilleras
donde parecía prácticamente imposible que el hombre hubiera podido construir
tales casas a esas alturas de la montaña.
Al terminar la cena me cogió del brazo y salimos a dar una
vuelta. Andábamos y andábamos. A pesar del frío teníamos un ambiente muy cálido
que nos separaba una mínima distancia, la justa para no derretir el suelo que
pisábamos.
De repente escuchamos unos ladridos, nada preocupante. Es
frecuente que los pastores pierden algunas cabezas de ganado y tengan que salir a buscarlas en mitad de la
noche. Pero los ladridos fueron aumentando.
Pasaron a convertirse aullidos. Y cuando realmente conocimos el terrible
sonido que aquellos animales producían, pudimos verlos a lo lejos. Eran lobos,
una manada hambrienta de unos 15 lobos.
Intenté calcular la distancia que habíamos recorrido, pero
me resultó imposible. El tiempo con ella era un reloj que no avanzaba, un
vinilo que reproducía una y otra vez nuestra canción preferida. Eso era el
tiempo con ella.
Hice un nuevo intento, y a nuestras espaldas se veían las
luces del pueblo. Los lobos se iban acercando cada vez más. Me puse delante de
ella y busqué un objeto para poder defenderme. De repente los teníamos a una
distancia que nos era suficiente para poder verles los relucientes colmillos.
Ladraban y aullaban sin cesar, levantaban el hocico en señal de agresividad. Sabía que era cuestión de tiempo que
empezaran el ataque. Pude ver una especie de rama, y en un primer examen visual
pude comprobar que serviría para el propósito que se venía encima. La cogí y me
mantuve firme, protegiéndola a ella sobre todo. Los teníamos justo enfrente, y
ellos avanzaban paso a paso, mientras que nosotros retrocedíamos.
Al final nos
acorralaron contra un árbol de grandes dimensiones. Sabía que me iba a poder
defender de uno o dos ataques y pensé que tal vez matando a uno de los primeros
los demás optarían por retroceder.
Podía notar como ella temblaba, su cuerpo contra el mío y
como me cogía de la espalda, clavándome sus delgadas manos. Se me caía el alma
al suelo solo de pensar lo que podría pasar.
El primero que encabezaba la manada, parecía ser el más
viejo, empezó el ataque. Temía por mis piernas y brazos, pues sabía que al caer
una gota de sangre al suelo, la manada rabiaría de ganas por destriparme en
aquel bosque. Se lanzó con un salto tremendo impulsado por las patas traseras.
Pude olerle el aliento y escuchar su respiración, pero intercepté mi rama
contra su cuello, y lo desplacé rodando
varios metros. Sin dejar que me recuperara, un segundo se lanzó, y este me lo
quité de encima de milagro, pues tropezó y no midió bien sus pasos y pude
deshacerme de él con relativo esfuerzo. Un tercero lo intentó por el lado
derecho. Abrió la boca de una forma espantosa, como si no tuviera mandíbula que
sujetara todo eso, me miró y supe entonces que no podría hacer nada más. Se
tiro hacia mí y lo único que pude hacer fue poner la rama en medio y cerrar los
ojos. Se quedó mordiendo el palo a escasos centímetros de mi cuerpo. Sabía que
podía oler mi miedo y que podía ver como sudaba. Pero acepté el reto y saqué
fuerzas de no sé donde. El lobo recibió un punta pie en la parte baja de la
panza que lo dejó fuera de juego.
Así estuvimos batallando varios minutos, que para mí
parecían pasar lo más lentos posibles, hasta que dos atacaron a la vez, me
derribaron, abriendo una herida en mi brazo izquierdo, con el que protegía a la
única cosa que me importaba en el mundo. En el suelo y sin apenas moverme, la
vi, a ella.
Cogió la rama que yo había soltado del suelo con una
tremenda agilidad y empezó a defenderse de los ataques, mientras que me
defendía a mí también.
De repente llegó nuestro amigo, saltó por una piedra que
había al lado del enorme árbol con un rastrillo que utilizaba para las labores
de jardinería cuando su mujer así se lo pedía. Se lo clavó entre las costillas
a un ejemplar que pertenecía a la media de edad de la manda, y seguidamente,
hirió a otros dos de forma más leve.
La respuesta de estos animales fue la repentina retirada,
pues en él no olían el miedo. En él
olían el atrevimiento y el buen yerro que llevaba al final del mango de madera.
Con más calma y de vuelta nos contó que salió a buscarnos, y
escuchó esos terribles y escalofriantes aullidos, que cogió lo primero que
tenía a mano y salió corriendo.”
Me di cuenta que yo me había dedicado a defendernos y a que
antes o después, fuéramos presas de esos puntiagudos colmillos, mientras que él
lo primero que hizo fue atacar. Y con esos movimientos redujo a los 15 miembros
de la manada en tristes sombras que se alejaban con las orejas agachadas. Instintivamente
o no, atacar fue lo primero que hizo”.
A veces la situación nos supera y no nos queda otra que
cobijarnos entre dos paredes y esperar que el tiempo pase, rápida o lentamente.
Se nos olvida que luchar y tirar para delante es siempre la mejor solución
aunque solamente tengamos en la mano una triste rama seca. Querer proteger a
nuestro entorno nos lleva frecuentemente a realizar actos en nuestra contra,
pero al acabar la recompensa es más que satisfactoria.
Si el personaje de este relato hubiera decidido defenderse
con un buen ataque no sabríamos que habría pasado. Es cosa de nuestra
imaginación.
Atreverse no siempre es ganar. Sin embargo limitarse a
defender y terminar por los suelos suele ser gratificante, porque nos se aspira
a nada más, eso es todo lo máximo que pudiste hacer y como consecuencia, una
limitación. A mí personalmente me gusta jugármela, y acabar por los suelos
nunca lo elijo yo. Suele ser el azar, fátun, hado o sino, llamarlo como queráis
lo que hace que flaquee. Pero siempre me recupero.
Shantaram
@desoalvi